El escritor Gabriel García Márquez considera «natural» la reacción de los gramáticos, lingüistas y académicos a su discurso de Zacatecas ( Botella al mar para el dios de las palabras , EL PAÍS del pasado martes 8 de abril): «Sería absurdo que los que guardan la virginidad de la lengua estuvieran contra sí mismos. Pero la mayoría parece haber hablado sin conocer el texto completo de mi discurso, sino sólo fragmentos más o menos desfigurados en despachos de agencias. En todo caso es increíble que a la hora de la verdad hasta los más liberales sean tan conservadores».
Estos días hemos oído en muchas ocasiones que el escritor colombiano había pedido suprimir la gramática. Su discurso no lo dice.
«Dije que la gramática debería simplificarse, y este verbo, según el Diccionario de la Academia, significa 'hacer más sencilla, más fácil o menos complicada una cosa'. Pasando por alto el hecho de que esa definición dice tres veces lo mismo, es muy distinto lo que dije que lo que dicen que dije. También dije que humanicemos las leyes de la gramática. Y humanizar, según el mismo diccionario, tiene dos acepciones. La primera: 'hacer a alguien o algo humano, familiar o afable'. La segunda, en pronominal: 'Ablandarse, desenojarse, hacerse benigno'. «¿Dónde está el pecado?», se pregunta.
El siguiente punto de contestación a las palabras de García Márquez es el ortográfico. Parte del supuesto de que si a él le hiciesen un examen de gramática, le reprobarían «en toda línea».
«Además, mi ortografía me la corrigen los correctores de pruebas. Si fuera un hombre de mala fe diría que ésta es una demostración más de que la gramática no sirve para nada. Sin embargo la justicia es otra: si cometo pocos errores gramaticales es porque he aprendido a escribir leyendo al derecho y al revés a los autores que inventaron la literatura española y a los que siguen inventándola porque aprendieron con aquellos. No hay otra manera de aprender a escribir».
En toda la conversación, el Nobel de Literatura reivindica su papel de escritor y como tal, piensa «más en el sufrimiento de la gente que en la pureza del lenguaje».
«Por eso dije y repito que debería jubilarse la ortografía. Me refiero, por supuesto, a la ortografía vigente, como una consecuencia inmediata de la humanización general de la gramática. No dije que se elimine la letra hache, sino las haches rupestres. Es decir, las que nos vienen de la edad de piedra. No muchas otras, que todavía tienen algún sentido, o alguna función importante, como en la conformación del sonido che, que por fortuna desapareció como letra independiente».
Quizá el mayor escándalo se ha formado con sus propuestas respecto a las bes y las uves, y con los acentos.
Sobre las primeras, dice: «No faltan los cursis de salón o de radio y televisión que pronuncian la be y la ve como labiales o labidentales, al igual que en las otras letras romances. Pero nunca dije que se eliminara una de las dos, sino que señalé el caso con la esperanza de que se busque algún remedio para otro de los más grandes tormentos de la escuela. Tampoco dije que se eliminara la ge o la jota. Juan Ramón Jiménez reemplazó la ge por la jota, cuando sonaba como tal, y no sirvió de nada. Lo que sugerí es más difícil de hacer pero más necesario: que se firme un tratado de límites entre las dos para que se sepa dónde va cada una».
En cuanto los acentos, irónico, explica.
«Creo que lo más conservador que he dicho en mi vida fue lo que dije sobre ellos: pongamos más uso de razón en los acentos escritos . Como están hoy, con perdón de los señores puristas, no tienen ninguna lógica. Y lo único que se está logrando con estas leyes marciales es que los estudiantes odien el idioma».
García Márquez opina que los gramáticos y los escritores son oficios distintos. Su diferente dialéctica es la que ha generado el debate.
«La raíz de esta falsa polémica es que somos los escritores, y no los gramáticos y lingüistas, quienes tenemos el oficio feliz de enfrentarnos y embarrarnos con el lenguaje todos los días de nuestras vidas. Somos los que sufrimos con sus camisas de fuerza y cinturones de castidad. A veces nos asfixiamos, y nos salimos por la tangente con algo que parece arbitrario, o apelamos a la sabiduría callejera».
«Por ejemplo: he dicho en mi discurso que la palabra condoliente no existe. Existen el verbo condoler y el sustantivo doliente , que es el que recibe las condolencias . Pero los que las dan no tienen nombre. Yo lo resolví para mí en El General en su laberinto con una palabra sin inventar: condolientes . Se me ha reprochado también que en tres libros he usado la palabra átimo, que es italiana derivada del latín, pero que no pasó al castellano. Además, en mis últimos seis libros no he usado un sólo adverbio de modo terminado en mente, porque me parecen feos, largos y fáciles, y casi siempre que se eluden se encuentran formas bellas y originales».
El escritor, que está de excelente humor, concluye la conversación de un modo muy expresivo.
«El deber de los escritores no es conservar el lenguaje sino abrirle camino en la historia. Los gramáticos revientan de ira con nuestros desatinos pero los del siglo siguiente los recogen como genialidades de la lengua. De modo que tranquilos todos: no hay pleito. Nos vemos en el tercer milenio».
Y reitera sus palabras de Zacatecas: «Simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros».
Gracias, lo leí hoy domingo. Lo real y el humor se fueron de farra un día, al levantarse desayunaron aguacates...
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