Amaury Gonzalez. Distrito Capital.
Era algo habitual para mí llegar a mi casa en horas de la madrugada los fines de semana, al término de una noche de barranco con los panas, de una velada con algún resuelve o menesteres más tranquilos. El hecho era que en mi barrio me conocían y nunca había tenido problemas de ningún tipo cuando de llegar a las cuatro, cinco o seis de la mañana se trataba. De hecho, yo crecí en ese barrio y maneje bicicleta y jugué metras y trompo con todos aquellos que pateados por el sistema, prefirieron el camino del pitillo y el yerro. Para estos personajes, que siempre fueron mi gente, el mundo nunca fue más allá del barrio. Muchas veces llegue borracho al amanecer, y varias de esas me encontré con algún malandro que pegao, me saludaba en la estricta jerga; sin embargo ese lenguaje siempre expresó para mi una especie de solidaridad de parroquia. Por lo general, quien se me cruzaba me pedía un cigarro pa matar su barranco o algo de pasta para pagar el vicio.
Una noche de esas, despuntando un domingo, llegue mas temprano de lo acostumbrado. Eran las dos y treinta y por alguna razón -talvez por estar lejos la quincena- las veredas y callejuelas del barrio estaban desoladas y más oscuras de lo normal. Insólitamente podían escucharse los pasos de los perros y los gatos correteando por los techos, y más cuando algunos eran de Zinc. Me dio un escalofrió extraño que atribuí inmediatamente al viento frió y a un súbito rocío, casi cinematográfico, que comenzaba a empaparme; me llamo la atención que del callejón caliente, -nunca supe porque le decían así- salía una monótona voz, un rumor fantasmal de alguien que parecía que estuviera rezando, pensé que era una simple diálogo entre dos compadres mamándose el resto de una de pecho cuadrao pero no, la voz era una sola y parecía estar hablando con un animal, o peor, consigo mismo.
Pase frente al callejón como siempre lo había hecho, sin voltear, como queriendo llegar rápido a mi destino. Apurado, mis botas hicieron eco en aquel negro pasaje y la voz se tornó más fuerte; escuché, creo, violentas imprecaciones que me preocuparon. Se manifestaba ahí un sordo resentimiento, un absceso de misantropía mundana, una locura reprimida que esa noche parecía aflorar alegremente. Miré de reojo pero terminé volteando, no pude evitar voltear. Me miraba fijamente, era un tipo alto, con un andrajo de pantalón, perfilado, entre la oreja y la mejilla derecha se dibujaba una fina raya que en ese momento pensé le hicieron con una hojilla, portaba un sobretodo de cuero sin brillo que llevaba abierto; estaba despeinado y decir que estaba borracho sería un eufemismo. Borracho estaba yo. Me exalté cuando me miró como si me conociera, como si me hubiera estado esperando toda esa noche; tenia unas botas como las mías y se sonreía burlonamente, como compadeciéndose de mi por ese encuentro. Insólitamente sonreí, y esa sonrisa –estoy seguro- fue por reflejo y fue como un llanto sin lágrima. No dudo que para el rayao –en ese momento lo reconocí- esa sonrisa fue algo inútil.
Me respondió con una sonrisa, con el rictus del que sufre un delirium tremens –pero conciente-. Aquel ser prorrumpió en un grito desgarrador que me pareció de guerra. Como podrá imaginar el lector no estaba muy lejos de mí. Empezó a perseguirme, primero caminando, después trotando hasta correr. Se tambaleaba pero no perdía nunca el equilibrio, portaba en su mano una especie de herramienta filosa, húmeda y metálica. Era un chuzo y me pareció que ya lo había usado. Perdiendo el color en el rostro –porque uno no sólo se ve pálido sino que se siente pálido-, la leve borrachera que tenia desapareció en el acto y empecé a correr, ingrese a las veredas del barrio, estrechas y llenas de colillas de cigarro, pitillos y botellas de guarapita de guanábana, famosas en la zona. En una encrucijada, una de ellas casi me hizo caer en un pozo de agua estancada conocido por ahí. Mi perseguidor gritaba y se reía alternativamente y cambiaba aparatosamente el chuzo de mano, note que una especie de espuma blanca le corría por la boca, esto último me hizo pensar que me estaba alcanzando, no se como los vecinos no se despertaban con los alaridos de aquel desaforado ser; el hecho es que escuche mientras corría ya sin aire –había decidido no voltear mas- una aparatosa caída; el rayao había perdido los estribos y se retorcía en el suelo irregular, como convulso, había caído cerca del container de la basura.
Aquel hombre, como les dije, era el rayao, un malandro de la vieja pata de quien se sabía pagaba una cana de 30 años. Esa noche se había fugado. Buscaba camello y venganza. En su locura ya había matado a cuatro y yo casi no lo cuento. Su chuzo quedó en el suelo envuelto en un trapo sucio, no pudo mancharme de sangre.
Amaury González V.
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