Niña Afgana


Vanessa Chapman (Caracas). Licenciada en Letras (UCAB, 2001), ha trabajado en proyectos de investigación y creación para la Fundación Edumedia, y actualmente labora como correctora especialista de la Editorial El perro y la rana. Obtuvo en poesía la mención Publicación del XIV Certamen Internacional de Poesía y Narrativa Breve, de la Editorial Nuevo Ser (Argentina, 2006). Paralelamente, ha realizado estudios de música y cine, desarrollando distintas actividades en dichas áreas.


Steve repetía su nombre una y otra vez: “Sharbat, Sharbat”, y sonreía complacido. Estaba seguro de que ella era a quien había estado buscando por más de 17 años. Le hablaba con ayuda de un traductor, mientras la veía terminar de hacer la comida de sus tres pequeñas hijas, en la calurosa habitación de su casita de piedra en medio de la nada, bajo el inclemente sol de Afganistán. Steve hubiera podido estar ahí sentado en el suelo de la rústica vivienda por horas, capturando cada una de sus escasas palabras y mirando aquellos recordados ojos. Tan grande era su entusiasmo.


Ella también sentía lo mismo, pero no era recatado de una mujer casada hablar alegremente con un hombre, aun cuando su esposo estaba presente y había autorizado la conversación. (Su esposa parecía ser alguien importante, al menos para estos hombres occidentales que habían atravesado el mundo para hablar con ella. Pero, en realidad, él no sabía cómo su mujer y Steve se habían conocido).


Desde el día en que Sharbat había llegado al campamento, se levantaba muy temprano a traer el agua del pozo para luego ayudar a preparar los alimentos. Por aquel entonces tenía unos 12 años y esa era su rutina de todas las mañanas, sólo que ahora estaban muy lejos de su casa y su remota aldea en Afganistán. Atrás había dejado la vida de sus padres, sus cabras y cuanto conocía. La guerra, como un huracán, la empujó hasta ahí, pero no era un lugar desagradable. Les daban ropa y una porción de granos y harina todas las mañanas, y podía salir a jugar con los demás niños durante el día.


A pesar de no ser nuevos, A Sharbat le encantaban los colores vibrantes de su camisón verde y su pañoleta roja. Lamentablemente, no podía mantenerlos libres del polvo que azotaba el campamento. Como el sol, también el viento era inclemente con las personas y en nada les ayudaba a combatir el calor. Sharbat siempre había manifestado el desagrado de tener el pelo enmarañado por la brisa seca y de sentir el polvo colándose por entre la ropa, causando escozor en su cuerpo. Por eso, luchaba por mantener sus cabellos sujetos con la pañoleta, además de sacudirse de vez en cuando la tierra que se acumulaba en su regazo mientras jugaba sentada junto a una tienda.


De repente, se produjo mucha agitación en las cercanías. Los adultos hablaban entre sí y entraban y salían de las tiendas. Los niños, curiosos, corrían a averiguar qué estaba pasando pero los espantaban como a las aves cuando les arrojan una piedra ―pero que, como ellas, regresaban pasado el peligro.


Sharbat también quería saber el motivo de tanto movimiento y caminó entre las tiendas hasta ver un grupo de personas descargando aparatos de un camión. No los conocía, y no parecían traer alimentos. Entonces, ¿a qué venían? Con pasos precavidos pasó junto a uno de los hombres, quien sin embargo la notó y se quedó maravillado. Empezó a hablar en otro idioma a sus compañeros, y señalaba su cara como si nunca hubiera visto una. Era Steve, un fotógrafo enviado por National Geographic a buscar imágenes del drama social que vivían los desplazados por el conflicto soviético en Afganistán. El trabajo del fotógrafo era muy claro. Sin embargo, el bello rostro de aquella niña cambió sus planes por completo; un hermoso decorado con unos indescriptibles ojos verdes como el mar imaginario que le faltaba a su país, profundo como el sufrimiento que habrían padecido ella y su pueblo, inmaculados como la belleza misma de la juventud.


Sharbat empezó a sospechar que este hombre se quería casar con ella. Steve habló con los adultos del campamento y estos la invitaron a entrar en una de las tiendas donde instalaban los aparatos descargados del camión. Una joven mujer occidental, vestida con blue jeans ―para asombro de Sharbat― y franela blanca la llamó y le hizo tomar asiento. A su alrededor colocaban lámparas, desplegaban pantallas y otros curiosos implementos generando un ruido parecido al de moscas atrapadas en un frasco. La mujer le quitó la pañoleta y empezó a peinar sus rebeldes cabellos. Sharbat se sintió algo avergonzada de su aspecto, e inconscientemente contribuyó en su arreglo sacudiéndose una vez más el polvo de la ropa y secándose el sudor del cuello con las mangas del camisón.


En un momento, todos en la tienda dejaron de moverse y reinó el silencio. La mujer de blue jeans volvió a colocar el velo de Sharbat en su sitio y le dijo algo que ella no comprendió. Luego se alejó y ella quiso seguirla, pero los brazos de la mujer haciendo un gesto de detenerse se lo impidieron.


Steve, al otro extremo de la tienda, sostenía un extraño artefacto delante de su rostro. Sharbat no había notado que se dirigía a ella hasta que alguien le pidió, en su idioma, voltear hacia él. Estaba segura: ¡la iban a casar con ese señor! La volverían a llevar lejos, y ya no podría jugar con sus nuevos amigos, y quién sabe dónde estaría su nuevo hogar. El momento no se podía evitar: volteó entonces, envuelta en todos estos pensamientos, hacia él. El aparato que Steve sostenía sonó como si algo se le hubiera roto adentro, ¡y eso fue todo! Le dijeron que podía irse, y ella partió muy contenta de no haber sido entregada a nadie y de poder volver a sus juegos.


Sharbat no supo ese día que le habían tomado una foto. Steve la buscaba desde entonces, pues, según le contó, muchísima gente estaba impresionada por sus ojos y querían saber más sobre ella. (Todo el asunto era sorprendente para el marido de Sharbat, a quien los ojos de su mujer le parecían tan comunes como cualquier otro par de ojos en una cara). En el fondo, Sharbat tampoco entendía por qué se interesaban tanto en ella y después de tantos años, pero en el fondo se sentía complacida de ser el centro de interés de alguien más allá de su familia, y se afanaba en terminar sus quehaceres para permitir que Steve la fotografiara una vez más.

Conejo


Katherine Castrillo (Caracas, 1985) Tesista de Letras de la UCV. Lectora-investigadora del Módulo de ediciones infantiles de la Fundación editorial el perro y la rana.

Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño,
así una vida bien usada causa una dulce muerte.

Leonardo Da Vinci.


Chela dice que cuando Conejo tenía catorce años ya bajaba saltando placas y techos de zinc desde El Chinchorro como si fueran la continuación de los escalones de El Rincón a donde iba a parar, los que daban a su casa detrás de un tanque. Yineth, la hija de Chela, quien luego se convertiría en la última mujer de Conejo, me dijo que a los dieciséis años la policía allanó la casa de él, de su mamá, y encontraron las bolsas de cocaína y las moñas de marihuana metidas en varios de los seis cuadrados de los bloques de las paredes. Esa vez se lo llevaron, pero quizá por unos supuestos amigos en “Canadá” salió rápido.

También nos contó una vez Juan Rabito, el que según tiempo después mató a su mujer a machetazos y metió los pedazos en las bolsas negras que encontraron en el río Guaire, que aquí en el barrio no hay muchos malandros porque Conejo acabó con ellos, o con casi todos, menos con el que lo mató a él. Que con el tiempo se convirtió en lo que la cultura eurocéntrica llama Robin Hood, certeza de calma, guarda de paz, pero no repartidor de breves riquezas. Que en las tardes de papagayos no había tiros cuando había entuque, que en carnaval y que no mataban por mojar al que no era, y que por eso los niños podían subir y bajar la escalera de El Rincón todos los días, precipitándose peligrosamente en ella durante la ere y la coronita, ir al colegio y hasta bailar tambor en la calle los sábados en la tarde frente a la casa de Maritsa, la que movía los labios como si hablara bajito, como dos caracoles tratando de avanzar hacia una misma esquina de su rostro, la hermana de Morocho, el piedredro que de joven le pegaba a la mamá, el único al que Conejo le perdonó la vida porque una bala en la cabeza lo dejó repitiendo llévame pa tu casa, y reptando desde la escalera de El Rincón hasta Altamira.

El apodo lo llevó desde que una culebra que iba los domingos a misa y llevaba un saquito de huesos en el bolsillo izquierdo lo buscara para matarlo, pero se negara a referirse a él por su verdadero nombre: Jesús. De modo que los grandes dientes superiores del hijo de Cristina, dobleblancos incrustados verticalmente en la encía, le dieron el apodo por el que la mayoría lo conocíamos. A la culebra la mató Conejo, según, pero nunca hallaron el cuerpo.


Cacharra, Jorge, como le dice mi mamá, el hijo de María la negra, era amigo de Conejo y me contó que en una ocasión Conejo le refirió cómo él y Caleta empezaron a acabar con los malandros del barrio, primero porque les tumbaban la plaza y después porque, según le contó Caleta a Cacharra, un día Conejo empezó a hablar y que de un sentido de justicia, con otras palabras, que no quería que llegaran de otros barrios a joder la zona, y que empezó su legado cuando supo quién fue el que robó a un vecino, un obrero de construcción que acababa de recibir su quincena. Conejo cazó al que robó al viejo y de frente le dijo por diablo, y le metió siete tiros.


Así en el barrio se generó una contradicción, porque la gente también le tenía miedo a Conejo, tanto como al resto de los malandros, pero desde ese día y cada vez que Conejo mataba a alguno que robara, matara o se metiera con la gente del barrio se despertaba cierta alegría que muy pocos se atrevían a manifestar públicamente. Varias veces yo escuché decir a la señora María, no la negra, sino la blanca, la gocha, a la que le pegaba el marido, ojalá maten a esos malditos que me robaron, y cuando un día amanecían muertos y varios habían visto a Conejo hacerlo, entonces la señora María comentaba con Columba, la mujer del narcotraficante colombiano, que eso era malo, que eran malandros pero no para tanto.


Tiempo después nos mudamos, y Dayerlin mi comadre, mujer de Bolúo, el que mató a Conejo, la hija de Columba y madre desde los quince años, llamó a mi mamá y le contó.

Conejo después de años de ajusticiamientos se metió a vivir con Yineth, se salió de la venta de drogas y se puso a trabajar en una construcción con el primer señor por el que tomó venganza. Ganado el respeto por largos años de limpieza en la zona 9 de José Félix, Conejo subía y bajaba la escalera de El Rincón y hasta iba a El Chinchorro sin saltar placas. Daye, mi comadre, nos dijo que una tarde de sábado ya sin tambor, frente a la casa de Maritsa y la de Rosita, la mamá de las morochas con cejas de portuguesas, las que nunca se casaron, estaba Bolúo montado en su moto haciendo piruetas y tomando cerveza, las dos cosas al mismo tiempo. Ya los niños en un interior enrejado, tragando humo del tubo de escape de Bolúo, tenían tiempo sin besar la calle. Conejo bajó ese día hasta la casa de Rosita para tomarse una cerveza, vio a Bolúo en sus piruetas y le comentó a una de las morochas rebota a ese becerro, la morocha no notó la seriedad de la máxima de Conejo y entró a la casa después de entregarle la cerveza. Conejo miró la calle reducida a tierra yerma, basurero de botellazos y cartuchos quemados, miró de nuevo a Bolúo, jinete sin ley, bacante sometedor, algo vibró en el interior de Conejo, tal vez ese sentido de justicia que me dijo Cacharra, esa sensación de territorio perdido. Conejo no tenía ya el dulce hierro que lo acompañara en la defensa de la zona, la escalera y la plaza, pero aun mantenía el arma de la palabra, un iris infatigable y la fuerza de su propia justicia. Se acercó Conejo a Bolúo y le dijo mira, pana, mosca con los chamos, abre cancha pa que jueguen. Bolúo con una pupila que era toda negrura, miró a Conejo, sacó su pistola y le metió tres tiros porque no tenía más balas.

La señora Rafaela, la abuela de Leidi, novia de Gruber, el malandro más feo del barrio y uno de los mejores amigos de Conejo, llamó a mi mamá para decirle que Leidi fue al entierro de Conejo, que eso estaba lleno, que todos estaban, todos desde Cristina la mamá, Cacharra, las dos Marías, la negra y la blanca, Columba, el obrero, Chela, la suegra, Yineth, la mujer con los dos hijos más una barriga, Caleta que llevó un equipo para poner Nadie es eterno de Tito Rojas y variada salsa erótica, Morocho que llegó caminando hasta el cementerio del oeste. Todos lloraban por Conejo y muchas mujeres se abrazaban y decían que gracias a él sus hijos, ya hombres, bajaron seguros al colegio, que a sus hijas no las tocaban cuando pasaban por la cancha. El cementerio era un cuadro en el que compartían óleo la más profunda tristeza y la alegría de enterrar un tesoro. La señora Rafaela dijo que quería ir pero estaba muy enferma, solo faltamos unos pocos, nosotros por enterarnos tarde, mi comadre por respeto a la viuda, el marido de mi comadre ni explicarlo, y Juan Rabito porque estaba solicitado por la policía desde que unos indigentes encontraran unas bolsas en el Guaire.

Ejercicio de brevedad


Liz Rosbery Rojas Camacho, Barquisimeto, 1985. Profesora de Castellano y Literatura egresada de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador en Julio de 2009, actualmente cursa una maestría en Lingüística en la Universidad Pedagógica Experimental Libertador.




Verónica camina por las calles cercanas al puerto, su cabello como colgantes conchas de nácar resplandece con la luna. Camina despacio mientras la música se aleja, el cortometraje de Roberto bailando merengue y besuqueando a Lucia le arranca llanto.


Juan Antonio desde la orilla inhala el aire húmedo y siente en su cuerpo el calor de la tierra, sus ojos se llenan de la luz de las casas y los rostros conocidos.


El paso lento de Verónica la deja sentir su pecho oprimido, las olas rompiendo en el malecón y el carnaval cesan en sus cavilaciones Juan Antonio lleva el peso del bolso que tomó para partir hace siete años, puede ver la calle vieja con el alboroto de las fiestas de agosto.


Verónica lamenta su mudanza a Lanceros, piensa que prefiere prestar servicios en el hospital de algún otro pueblo lejano.


Juan Antonio siente su corazón marchar como un barco que corta el viento, quiere volar, abre su boca para absorber el lugar de sus recuerdos. Corre, corre inagotable por la calle del centro persiguiendo a la música, y se maravilla al ver una mujer que con vestido blanco lo recibe, la mira y un impulso lo hace besar la boca que cree de avellanas.


Verónica sin percatarse se encuentra cercana al cuerpo sudoroso de un desconocido, del cuerpo con olor a sal que la besa inconteniblemente. La música regresa a sus oídos, siente que el mar baña su piel, y en las calles cercanas al puerto carcajadas y aplausos los miran.

Mi encuentro con el rayao


Amaury Gonzalez. Distrito Capital.




Era algo habitual para mí llegar a mi casa en horas de la madrugada los fines de semana, al término de una noche de barranco con los panas, de una velada con algún resuelve o menesteres más tranquilos. El hecho era que en mi barrio me conocían y nunca había tenido problemas de ningún tipo cuando de llegar a las cuatro, cinco o seis de la mañana se trataba. De hecho, yo crecí en ese barrio y maneje bicicleta y jugué metras y trompo con todos aquellos que pateados por el sistema, prefirieron el camino del pitillo y el yerro. Para estos personajes, que siempre fueron mi gente, el mundo nunca fue más allá del barrio. Muchas veces llegue borracho al amanecer, y varias de esas me encontré con algún malandro que pegao, me saludaba en la estricta jerga; sin embargo ese lenguaje siempre expresó para mi una especie de solidaridad de parroquia. Por lo general, quien se me cruzaba me pedía un cigarro pa matar su barranco o algo de pasta para pagar el vicio.

Una noche de esas, despuntando un domingo, llegue mas temprano de lo acostumbrado. Eran las dos y treinta y por alguna razón -talvez por estar lejos la quincena- las veredas y callejuelas del barrio estaban desoladas y más oscuras de lo normal. Insólitamente podían escucharse los pasos de los perros y los gatos correteando por los techos, y más cuando algunos eran de Zinc. Me dio un escalofrió extraño que atribuí inmediatamente al viento frió y a un súbito rocío, casi cinematográfico, que comenzaba a empaparme; me llamo la atención que del callejón caliente, -nunca supe porque le decían así- salía una monótona voz, un rumor fantasmal de alguien que parecía que estuviera rezando, pensé que era una simple diálogo entre dos compadres mamándose el resto de una de pecho cuadrao pero no, la voz era una sola y parecía estar hablando con un animal, o peor, consigo mismo.

Pase frente al callejón como siempre lo había hecho, sin voltear, como queriendo llegar rápido a mi destino. Apurado, mis botas hicieron eco en aquel negro pasaje y la voz se tornó más fuerte; escuché, creo, violentas imprecaciones que me preocuparon. Se manifestaba ahí un sordo resentimiento, un absceso de misantropía mundana, una locura reprimida que esa noche parecía aflorar alegremente. Miré de reojo pero terminé volteando, no pude evitar voltear. Me miraba fijamente, era un tipo alto, con un andrajo de pantalón, perfilado, entre la oreja y la mejilla derecha se dibujaba una fina raya que en ese momento pensé le hicieron con una hojilla, portaba un sobretodo de cuero sin brillo que llevaba abierto; estaba despeinado y decir que estaba borracho sería un eufemismo. Borracho estaba yo. Me exalté cuando me miró como si me conociera, como si me hubiera estado esperando toda esa noche; tenia unas botas como las mías y se sonreía burlonamente, como compadeciéndose de mi por ese encuentro. Insólitamente sonreí, y esa sonrisa –estoy seguro- fue por reflejo y fue como un llanto sin lágrima. No dudo que para el rayao –en ese momento lo reconocí- esa sonrisa fue algo inútil.

Me respondió con una sonrisa, con el rictus del que sufre un delirium tremens –pero conciente-. Aquel ser prorrumpió en un grito desgarrador que me pareció de guerra. Como podrá imaginar el lector no estaba muy lejos de mí. Empezó a perseguirme, primero caminando, después trotando hasta correr. Se tambaleaba pero no perdía nunca el equilibrio, portaba en su mano una especie de herramienta filosa, húmeda y metálica. Era un chuzo y me pareció que ya lo había usado. Perdiendo el color en el rostro –porque uno no sólo se ve pálido sino que se siente pálido-, la leve borrachera que tenia desapareció en el acto y empecé a correr, ingrese a las veredas del barrio, estrechas y llenas de colillas de cigarro, pitillos y botellas de guarapita de guanábana, famosas en la zona. En una encrucijada, una de ellas casi me hizo caer en un pozo de agua estancada conocido por ahí. Mi perseguidor gritaba y se reía alternativamente y cambiaba aparatosamente el chuzo de mano, note que una especie de espuma blanca le corría por la boca, esto último me hizo pensar que me estaba alcanzando, no se como los vecinos no se despertaban con los alaridos de aquel desaforado ser; el hecho es que escuche mientras corría ya sin aire –había decidido no voltear mas- una aparatosa caída; el rayao había perdido los estribos y se retorcía en el suelo irregular, como convulso, había caído cerca del container de la basura.

Aquel hombre, como les dije, era el rayao, un malandro de la vieja pata de quien se sabía pagaba una cana de 30 años. Esa noche se había fugado. Buscaba camello y venganza. En su locura ya había matado a cuatro y yo casi no lo cuento. Su chuzo quedó en el suelo envuelto en un trapo sucio, no pudo mancharme de sangre.

Amaury González V.