Maigualida Pérez. 24-09-1960. Nirgua- Yaracuy. Este cuanto pertence a su libro "Cuentos Circulares".
Saliendo del edificio es cuando se siente la fuerza real del fenómeno que desde la ventana -adentro- parecía una lluviecita más. Con el efecto sonoro y luminoso de siempre, pero en el espacio abierto, al contacto con el elemento un escalofrío recorrió toda mi humanidad al caerme la primera gota. Arrastrada por los vientos, mi tormenta tropical se desplaza, con velocidad racheada de 1 millón de años-luz a lo profundo de mi interior. En la oscuridad de la noche, enrrumbo los pasos hacia mi destino, pasando grandes charcos de agua sucia que empantanan hasta la rodilla, imposibilitando el avance ante la
furia que baja desde la montaña con bramido estrepitoso y hace telón de fondo de cada trueno ensordecedor, retumbando en las paredes de las casas y quedando preso en cada callejón como los ecos divinos que anuncian el gran castigo.
El conjunto de vibraciones que al penetrar la cavidad del oído estimulan la necesidad de protección y seguridad se expanden por toda la estructura corporal provocando temblores espasmódicos de frío y miedo. En la pendiente a subir, la lluvia despierta el pánico que genera la descarga eléctrica zigzagueante y arremete contra la húmeda tierra en pleno, enfriando hasta los tuétanos y provocando que el equilibrio mecánico evoque hacia el laberinto inestable que dormía placidamente, intentando vertebrar el eje que se extiende de un lado a otro en la memoria.
En la aparición del rayo, de ramificaciones oscilantes se desgarra el cielo nocturno con su destello, iluminando hasta el mas oscuro de los pensamientos perversos; esos que se esconden entre la urdimbre y la trama del ser, para pasar inadvertidos ante el conciente y moverse libremente en el líquido oscuro circulante del inconciente. Todo el callejón quedó iluminado de un azul transparente repleto de sombras que juegan a las escondidas, queriendo atraparme con escurridizas manos que se difuminan cuando apuro el paso; cansada, empapada y aterrada. Moviéndome por el centro mismo de la calle, cruzo, tratando de ver lo que la precipitación permite, pero son los espectros de la noche, los que con intervalos armoniosos en una progresión de tiempos para producir interrupciones en mí espacio, intentan la
celada. La ropa mojada, succionada al cuerpo permite develar secretos inenarrables y los pies encerrados, se arrugan como un antiguo pergamino; las rodillas chocan la una contra la otra haciendo tambalear esta estructura anatómica, casi desconectada cuando otro rayo cae mas cerca, provocando un corto-circuito que deja todo a oscuras. Un hombre vestido de negro, que salta de una casa vecina, vió como mi cuerpo despedía un ligero resplandor y un vaho de humo blanco, mientras atravesaba la corriente que arrastraba piedras, basura y trozos de árboles. Intento atrapar el objetivo haciendo un ejercicio mental, pero el comportamiento óptico da fidelidad al espectro real. La tormenta se expande y entre tanta oscuridad, parece que no voy
a llegar a puerto seguro.
Los relámpagos, cada vez más intensos y el terror colocan grandes obstáculos. Mi objetivo está a la vista, pero -aún- hay una calle llena de furia liquida con objetos cortantes por transitar. La respiración se entre corta y mi mandíbula baila en un traqueteo ensordecedor por el abismo oscuro y aterrador. Con dudas veo a través de la noche, y temblorosa, toco el metal. Calzo la llave… y entro.