Arístides Valdés Guillermo (Corralillo, Villa Clara, Cuba, 1960) Graduado en Medicina. Poeta.. Ha obtenido, entre otros, los premios “Encuentro Debate Nacional de Talleres Literarios” (1985), “Cucalambé” (1992), “Fayad Jamís” (1993), “Ala Décima” (2003) y “Fundación de la ciudad de Santa Clara” (2006). Poemas de su autoría aparecen en las antologías Nuevos poetas cubanos y Nuevos juegos prohibidos, publicadas por la editorial Letras Cubanas en 1994 y 1997 respectivamente. Su obra édita comprende, hasta el momento, los siguientes libros de poesía: Las puertas de cristal (Editorial Capiro, 1992), El príncipe de bruces (Ediciones Luminaria, 1997), Esbozos con figura de muchacha (Sed de Belleza Ediciones, 1999) y Meditaciones del náufrago (Editorial Capiro, 2007), Reside temporalmente en Venezuela.
No admitas que agonice la quimera.
Nutre tus esperanzas. La utopía
quizás proponga embellecerle al día
la noche insoslayable que lo espera.
Al navío estrellado en la escollera
lo hace flotar de nuevo su energía.
Extinto el presupuesto en la alcancía,
habrá que descubrir otra manera
de sufragar los gastos. Para el hombre
ya no alcanzan la gloria de su nombre,
ni las genuflexiones ni el arrobo.
Se acercan los crepúsculos. El llanto
solo puede ofrecernos al espanto
del hambre detenida en cada lobo.
II
Las sirenas no existen. Odiseo
desconoce los mástiles. Unirnos
impedirá que pueda seducirnos
la insinuación falaz del corifeo.
Nos muestran un cadalso, pero el reo
se ha negado a las súplicas. Decirnos
que Polifemo anhela dividirnos
incrementa su cáustico deseo
de perpetuarnos débiles. No basta
con la bandera invicta, si en el asta
una mano se quiebra y sube rota
y nadie atiende a su dolor. ¿Valdría
regresar a Noé sin otra vía
para que siga el Arca su derrota?
III
Niégate a la collera. Si el gigante,
siervo de su avaricia, te reclama,
convierte la endeblez de cada rama
en un tizón hundido en su semblante.
El río siempre fluye hacia delante.
Sin una chispa intrépida, la llama
jamás exhibiría su oriflama
frente a la oscuridad itinerante.
La indiferencia duele y es preciso
desarbolar de su fachada el friso.
Condénate a vivir. No aceptes nunca
que un cíclope, a tu flámula reacio,
se apropie de tu nave y de tu espacio
sin que le dejes la mirada trunca.
IV
Ya tu casta esperó lo suficiente;
ya es hora de partir: no te detengas.
Detrás de cada grito que prevengas
fecundará sus páramos la gente
que aplauda tu osadía. Reverente
ha de ser la estación donde sostengas
la injuria cotidiana que devengas
para que, sublevándose, la ingente
saga de tu martirio sume adeptos
más allá de su sangre. Otros conceptos
inundarán el tiempo y la estocada
de quien censure ahora tu hombradía.
Triunfan, después del llanto, la alegría
y, después de la noche, la alborada.
V
Una voz te convoca. Se pretende
doblegar su magnánima elocuencia
vulnerando, con sórdida eficiencia,
el aire que sus prédicas enciende.
Tú eres el cazador. Si te sorprende
la bestia cuando salta, ¿qué dolencia
mitigará tu esfuerzo? La paciencia
no fue jamás un cirio pero entiende
que concluye agotándose. Precisa
tu aliento flagelado una camisa
que trueque los carámbanos en llama.
Bajo el cielo que habitas los rencores
el alma te obliteran. No demores
tu respuesta a la voz que por ti clama.
VI
Languidecen tus hijos poco a poco.
La patética historia del pesebre
no impide los temblores de la fiebre
ni alegra los estómagos tampoco.
Se embriagan de agonía. Con adultas
pociones de maldad, con improperios,
con chancros y fervor y ministerios
les mutilan sus ansias insepultas.
Rasga el vicio la blanda superficie
de su mirada ingenua. La molicie
planta frente a tus vástagos su tienda.
No abdiques de la brújula. Salvarlos
solo podrá quien sepa iluminarlos
con la esperanza que su brazo encienda.
VII
Si tú, como Teseo, al laberinto
le descubres de pronto una salida,
restañarás, andando, la mordida
con que te adormecieron el instinto.
Marchas con el dolor atado al cinto
delante de la espada. Su embestida,
su tétrico dictamen no invalida
el salmo que uno aguarda por distinto.
Importa desatarse del acecho,
proscribir la quietud, sacar del pecho
lo que al hombre le resta de centauro.
El llanto a sus caprichos nos amarra
y es necesario hundir la cimitarra
sobre la sordidez del Minotauro.
VIII
Entre tú y lo que sueñas un abismo:
túrbida el agua y proceloso el cielo.
La utopía delante: aquí tu anhelo
de añadirle tu verbo a su mutismo.
¿Cómo impedir podrán el cataclismo
que te devuelva, grávido el desvelo,
al sitio que usurparon con su celo
quienes te hacen dudar? Si el paroxismo
de la consumación no se decide
y algo, desde la sombra, nos divide,
la inmensidad de tu dolor humano
tendrá que construir, fundida, un puente,
trasponer el abismo y, limpiamente,
acariciar el sueño con la mano.
IX
Vertida ya una lágrima postrera,
es el momento de fundir mitades
y atar a un solo cuerpo voluntades
para ponerle fin a tanta espera.
¿Con qué objetivo dividir la esfera
si, hartos de los versículos y el Hades,
se impone clausurar las oquedades
que han perpetrado en ti tanta ceguera?
No pases de la sed a la costumbre
sin que adviertas, armándote, la cumbre
que la frente de Sísifo interroga.
¿Quién osará ignorarte cuando avises
que te apresuras a tronchar los grises
tentáculos del pulpo que te ahoga?
X
Disponte a caminar. Cuando el armiño
sobre la oscuridad su asombro vierta,
vendrá el futuro a derribar la puerta
que ha distanciado al hombre del cariño.
Tú eres el ademán con que ahora ciño
el arma imprescindible. Si desierta
queda un día la mano, será cierta
la luz en la emoción de cada niño.
Haz que una edad sin lobos precipite
su esperada existencia, que al convite
asista el equilibrio que demandes.
Habrá un tiempo sin úlceras ni plomo
y hay que apurar su advenimiento como
la plata en las raíces de los Andes.
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