Cuento. Autor: Alejandro León Meléndez. México
La evolución sexual, que inicia con la aparición del pene en los machos mamíferos y que ha sido totalmente innovada por las hembras homínidas hasta las novedades de las mujeres humanas, ha generado el establecimiento de pautas para la formación social.
Las mujeres homínidas iniciaron con el estro –deseo sexual cada mes más o menos- y se volvieron selectivas con su pareja. Esto era debido a que necesitaban a la mejor pareja para que –por medio de una caza adecuada-, mantuviera a ella y a la cría por el largo tiempo que dura la crianza. La mujer vuelve divertido el sexo con el estro y los machos han de demostrar su valor y su valía. En casos de hembras de chimpancés, quienes durante el estro suelen tener relaciones con muchos machos hasta que, al ir subiendo de escalafón, hacen descender su óvulo cuando están con el macho adecuado.
La pérdida de vello corporal es una propuesta diferente con respecto a las más aceptadas teorías. Las mujeres dejan al descubierto sus atractivos físicos y deja localizables las zonas erógenas más importantes.
El orgasmo femenino es una “invención” muy reciente que procura el regreso del macho de la caza. El macho desea regresar al lecho con su hembra para ser neutralizado luego de la cacería. Ayuda también la necesidad de continuidad de la especie.
Robert Ardrey, La evolución del hombre: la hipótesis del cazador
Cuando me preguntan por Elisa, tengo que señalarla, porque no puedo describirla con meros alientos. Ella es un sueño, un simple suspiro. Les digo allá, ¿puedes verla? Es ella, la que tiene abiertas las piernas. Luego la observan con los ojos perdidos en lo blanco de las paredes, al fondo de un cuadro aferrado al concreto con taquetes y tornillos. Así es, sólo puedo describirla como algo que está aquí pero no existe, ¿entiendes? No puede existir, pero tampoco se va. Está agarrada. Tienen que asentir cuando la observan, así, como ahora, masturbándose no por su placer, sino por el mío.
Pero que no malinterpreten, no es un animal. No es salvaje. Todo lo contrario.
Si me preguntan algo más, les cuento de los moteles. Entrábamos con ella escondida en la cajuela del coche. Era su idea. Cuando la abríamos ella ya estaba desnuda y atada, sabrá por qué artes, con las manos a la espalda. Elisa nos decía, vamos al Lunaescondida, pero guárdenme de una vez. Y allá íbamos carretera arriba, tres horas y media y medio tanque de gasolina. El trayecto incluía pedruscos y polvo, pero también algunos árboles. Es caliente por esos rumbos. Alimentaba el deseo porque la escuchábamos gemir y la imaginábamos deshaciendo los broches del sostén, bajándose las pantaletas. Luego sabíamos que se cubriría los ojos y haría ese acto de contorsionismo que no alcanzábamos a comprender cómo hacía: amarrarse las muñecas ella sola, a oscuras, en ese espacio tan pequeño. Primero se había atado los tobillos y se embutía en la boca un puñado de estopa. Sólo escuchábamos los gemidos.
Pudieron atraparnos más de una vez, en carretera. Conjeturábamos sobre las posibilidades de encontrar una redada antidrogas, o algo así. Si hubieran visto el sudor de nuestras caras, el nerviosismo exagerado, seguro nos piden que abriéramos la cajuela. Nunca pasó.
Le gustaba ese motel en particular porque las paredes y el techo eran puros espejos. Los cuartos se separaban por delgadas paredes de tablaroca. Así podían escuchar los vecinos. Tenían el servicio de videofilmaciones, o nos conseguían lo que fuera. Sólo había que marcar el nueve.
En ese entonces no era grotesca. Era modosa. No perjuraba en la cama, o donde fuera que nos pedía que la jodiéramos. Ahora ya no lo sé, ahora puede cambiar mucho de un día a otro. Siempre tiene un cuerpo distinto, otra voz, a veces es rubia, otras, prefiere los tacones. Entonces no era tan cambiante, aunque de vez en cuando nos pedía que llamáramos a alguna puta. Quería vernos coger con otra mujer, mientras se masturbaba o se ponía a leer indiferente.
A veces, de tanto estar amarrada o por los lazos que usaba, regresaba a la escuela con las muñecas encostradas. No las escondía. Al contrario, parecían enorgullecerle. La veían mal, o con envidia, porque seguro más de uno intuía su procedencia. Nosotros no tuvimos problemas nunca, porque nadie nos relacionaba con ella, era prudente. Jamás abría la boca si no era para gemir.
Ahora... Sí, ahora también. Pero ya no es lo mismo. Sigue produciendo esa excitación, aunque cada vez desparece más rápido. Tal vez por eso cambia tanto, para darme el gusto.
Comenzó cuando intentamos asfixiarla. Ya antes habíamos hecho algunas cosas, como violarla en un parque público, golpearla o penetrarla por ambos lados a la vez, entre otras cosas. Siempre, siempre eran idea de Elisa.
Esa sí es una pregunta recurrente. No le gustaban los juguetes, aunque parezca contradictorio. Mi mujer la penetraba con velas, con mangueras, con fruta, con lo que tuviéramos a la mano. Por lo regular era Elisa quien señalaba los objetos. Una vez fue con el tubo de la cortina del baño. Esa vez salió lastimada, pero no se quejó.
Por eso no es fácil describirla. La tengo que comparar con un coágulo a punto del derrame. Por eso los paso siempre hasta la recámara para que puedan verla hurgándose con la mano y embadurnándose cuanta cosa tenga cerca de ella. Lo hace por complacerme, sabe que me gusta. No lo hace todo el tiempo. Espera a que yo traiga alguien a verla para que comience su acto. Le gusta la exhibición, y a mi, pues, no me desagrada. Fue ella misma quién ató su pierna izquierda y la mano derecha. Se atornilló a la cama, pues.
Le gusta orinarse encima para que yo perciba su olor de hembra en celo. Se unta con su líquido y luego me ensucia la ropa. Una vez me lanzó un chorro de miados a la cara. Yo me volví loco. Pero todo está calculado, ella lo hace sólo cuando lo considera necesario.
En ocasiones se desvanece. Entro a la habitación y ya no puedo verla. De ahí que sea un suspiro. Luego salgo a la calle y pasa un tiempo antes de que la encuentre. Ah, pero siempre la encuentro. Ella se encarga de que así sea.
El día que tratamos de asfixiarla mi mujer creyó que estaba muerta. No me creyó cuando le dije que no era así, Elisa sólo trataba de excitarnos aún más. A mí me excitó en su pose de cadáver, fláccida primero y rígida después. Mi mujer nos abandonó luego de eso. No se quedó a comprobar lo que le decía.
Es desde entonces que a Elisa ya no le gusta ir a los moteles. Eso fue lo que cambió. Tal vez extraña tener a otra mujer entre su piernas. Aunque tampoco me ha pedido que busque prostitutas. Al menos no me ha pedido que lo haga delante de ella. También comenzó con las groserías. A veces maldice. Eso no me molesta, más bien sirve como catalizador.
Todavía hace ese juego de vez en cuando, pero ya descubrí que es cíclico. Como con la luna. Cada determinados días, un mes más o menos, representa su papel de muerta. No sé cómo lo hace, pero se vuelve fría, y pálida. Su cuerpo no reacciona a la penetración. Se deja llevar como hule seco. Eso me enloquece. Es cuando se desvanece y yo la vuelvo a encontrar. Para entonces ya realizó alguno de los cambios. Es más alta, más esbelta, ojos verdes, nunca lo sé. Sin embargo, jamás pierde ese aire de inocencia que yo sé muy bien es calculado, cuidado hasta el más mínimo detalle. Ella sabe cómo tratarme. Si insisten con las preguntas, yo insisto en que Elisa es un sueño. Es imposible su existencia, pero aquí se queda. No sé cómo lo hace. Como atornillada a mi alma. Es lo mismo que cuando se ata de manos sin ayuda. Me refiero a su edad. Por eso les digo que la vean. Esa imagen es verdadera. Tengo las películas y las fotografías para corroborarlo. No importa el tiempo que pase, los meses desde cuando íbamos a los moteles, los muchos cambios, ella siempre tiene once años, siempre, siempre.
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