Katherine Castrillo (Caracas, 1985) Tesista de Letras de la UCV. Lectora-investigadora del Módulo de ediciones infantiles de la Fundación editorial el perro y la rana.
Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño,
así una vida bien usada causa una dulce muerte.
Leonardo Da Vinci.
Chela dice que cuando Conejo tenía catorce años ya bajaba saltando placas y techos de zinc desde El Chinchorro como si fueran la continuación de los escalones de El Rincón a donde iba a parar, los que daban a su casa detrás de un tanque. Yineth, la hija de Chela, quien luego se convertiría en la última mujer de Conejo, me dijo que a los dieciséis años la policía allanó la casa de él, de su mamá, y encontraron las bolsas de cocaína y las moñas de marihuana metidas en varios de los seis cuadrados de los bloques de las paredes. Esa vez se lo llevaron, pero quizá por unos supuestos amigos en “Canadá” salió rápido.
También nos contó una vez Juan Rabito, el que según tiempo después mató a su mujer a machetazos y metió los pedazos en las bolsas negras que encontraron en el río Guaire, que aquí en el barrio no hay muchos malandros porque Conejo acabó con ellos, o con casi todos, menos con el que lo mató a él. Que con el tiempo se convirtió en lo que la cultura eurocéntrica llama Robin Hood, certeza de calma, guarda de paz, pero no repartidor de breves riquezas. Que en las tardes de papagayos no había tiros cuando había entuque, que en carnaval y que no mataban por mojar al que no era, y que por eso los niños podían subir y bajar la escalera de El Rincón todos los días, precipitándose peligrosamente en ella durante la ere y la coronita, ir al colegio y hasta bailar tambor en la calle los sábados en la tarde frente a la casa de Maritsa, la que movía los labios como si hablara bajito, como dos caracoles tratando de avanzar hacia una misma esquina de su rostro, la hermana de Morocho, el piedredro que de joven le pegaba a la mamá, el único al que Conejo le perdonó la vida porque una bala en la cabeza lo dejó repitiendo llévame pa tu casa, y reptando desde la escalera de El Rincón hasta Altamira.
El apodo lo llevó desde que una culebra que iba los domingos a misa y llevaba un saquito de huesos en el bolsillo izquierdo lo buscara para matarlo, pero se negara a referirse a él por su verdadero nombre: Jesús. De modo que los grandes dientes superiores del hijo de Cristina, dobleblancos incrustados verticalmente en la encía, le dieron el apodo por el que la mayoría lo conocíamos. A la culebra la mató Conejo, según, pero nunca hallaron el cuerpo.
Cacharra, Jorge, como le dice mi mamá, el hijo de María la negra, era amigo de Conejo y me contó que en una ocasión Conejo le refirió cómo él y Caleta empezaron a acabar con los malandros del barrio, primero porque les tumbaban la plaza y después porque, según le contó Caleta a Cacharra, un día Conejo empezó a hablar y que de un sentido de justicia, con otras palabras, que no quería que llegaran de otros barrios a joder la zona, y que empezó su legado cuando supo quién fue el que robó a un vecino, un obrero de construcción que acababa de recibir su quincena. Conejo cazó al que robó al viejo y de frente le dijo por diablo, y le metió siete tiros.
Así en el barrio se generó una contradicción, porque la gente también le tenía miedo a Conejo, tanto como al resto de los malandros, pero desde ese día y cada vez que Conejo mataba a alguno que robara, matara o se metiera con la gente del barrio se despertaba cierta alegría que muy pocos se atrevían a manifestar públicamente. Varias veces yo escuché decir a la señora María, no la negra, sino la blanca, la gocha, a la que le pegaba el marido, ojalá maten a esos malditos que me robaron, y cuando un día amanecían muertos y varios habían visto a Conejo hacerlo, entonces la señora María comentaba con Columba, la mujer del narcotraficante colombiano, que eso era malo, que eran malandros pero no para tanto.
Tiempo después nos mudamos, y Dayerlin mi comadre, mujer de Bolúo, el que mató a Conejo, la hija de Columba y madre desde los quince años, llamó a mi mamá y le contó.
Conejo después de años de ajusticiamientos se metió a vivir con Yineth, se salió de la venta de drogas y se puso a trabajar en una construcción con el primer señor por el que tomó venganza. Ganado el respeto por largos años de limpieza en la zona 9 de José Félix, Conejo subía y bajaba la escalera de El Rincón y hasta iba a El Chinchorro sin saltar placas. Daye, mi comadre, nos dijo que una tarde de sábado ya sin tambor, frente a la casa de Maritsa y la de Rosita, la mamá de las morochas con cejas de portuguesas, las que nunca se casaron, estaba Bolúo montado en su moto haciendo piruetas y tomando cerveza, las dos cosas al mismo tiempo. Ya los niños en un interior enrejado, tragando humo del tubo de escape de Bolúo, tenían tiempo sin besar la calle. Conejo bajó ese día hasta la casa de Rosita para tomarse una cerveza, vio a Bolúo en sus piruetas y le comentó a una de las morochas rebota a ese becerro, la morocha no notó la seriedad de la máxima de Conejo y entró a la casa después de entregarle la cerveza. Conejo miró la calle reducida a tierra yerma, basurero de botellazos y cartuchos quemados, miró de nuevo a Bolúo, jinete sin ley, bacante sometedor, algo vibró en el interior de Conejo, tal vez ese sentido de justicia que me dijo Cacharra, esa sensación de territorio perdido. Conejo no tenía ya el dulce hierro que lo acompañara en la defensa de la zona, la escalera y la plaza, pero aun mantenía el arma de la palabra, un iris infatigable y la fuerza de su propia justicia. Se acercó Conejo a Bolúo y le dijo mira, pana, mosca con los chamos, abre cancha pa que jueguen. Bolúo con una pupila que era toda negrura, miró a Conejo, sacó su pistola y le metió tres tiros porque no tenía más balas.
La señora Rafaela, la abuela de Leidi, novia de Gruber, el malandro más feo del barrio y uno de los mejores amigos de Conejo, llamó a mi mamá para decirle que Leidi fue al entierro de Conejo, que eso estaba lleno, que todos estaban, todos desde Cristina la mamá, Cacharra, las dos Marías, la negra y la blanca, Columba, el obrero, Chela, la suegra, Yineth, la mujer con los dos hijos más una barriga, Caleta que llevó un equipo para poner Nadie es eterno de Tito Rojas y variada salsa erótica, Morocho que llegó caminando hasta el cementerio del oeste. Todos lloraban por Conejo y muchas mujeres se abrazaban y decían que gracias a él sus hijos, ya hombres, bajaron seguros al colegio, que a sus hijas no las tocaban cuando pasaban por la cancha. El cementerio era un cuadro en el que compartían óleo la más profunda tristeza y la alegría de enterrar un tesoro. La señora Rafaela dijo que quería ir pero estaba muy enferma, solo faltamos unos pocos, nosotros por enterarnos tarde, mi comadre por respeto a la viuda, el marido de mi comadre ni explicarlo, y Juan Rabito porque estaba solicitado por la policía desde que unos indigentes encontraran unas bolsas en el Guaire.