Como si fuera esta noche la última vez


Nelson González Leal (Maracaibo, Edo. Zulia, 1965) Escritor, periodista y fotógrafo. En la actualidad ejerce funciones diplomáticas en la Embajada de la República Bolivariana de Venezuela en Brasil. Obtuvo el primer premio en el XLVIII Concurso Anual de Cuentos del diario El Nacional (1993). Ha publicado los libros Entre grillos y soledades (1986), Una pista sutil (1988), Un paseo por la narrativa venezolana. Ocho relatos cortos (1988), Esa pequeña porción del paraíso (2001), Pensar la Patria (2004) y Días Felices. Trece crónicas y una coda (2005).


Como si fuera esta noche la última vez y otros relatos reúne una serie de ficciones desarrolladas en un contexto urbano, teñidas de un tono sutil, íntimo e irónico. En ellas el lector se acercará a reflexiones sobre la naturaleza humana y los dilemas existenciales a los que se enfrenta el individuo contemporáneo.


TE PRESENTAMOS UNA MUESTRA DE SUS RELATOS (FUENTE: "COLECCIÓN PÁGINAS VENEZOLANAS" )


El hombre robusto

¿No se llama John el hombre robusto de chaqueta gris que cruza la esquina del parque con ese andar desprevenido? Pero John no es un nombre criollo, y tampoco lo es el cabello rubio del hombre, ni el esmeralda turbio de sus ojos. ¿Y cómo puede él notar aquel color desde la ventana de un apartamento que dista casi cincuenta metros del lugar por donde transita el hombre? ¿Cómo reparar en este detalle, en lo turbulento de su efecto, si además debe concentrar la atención en las palabras que imprime sobre aquella superficie blanca, que en la pantalla del computador simula un papel común? Debe ser más bien que John es el nombre que él ha querido colocarle en la historia que escribe. John, sí, como aquel jornalero de chaleco color patata que observa Virginia Wolf camino al río donde ha de suicidarse, según Las horas, de Michael Cunningham (Y este tampoco es un nombre criollo, pero qué importa, si hay competencia en el lenguaje y, sobre todo, en la historia que narra).
John debe ser aquel, pues, y desprevenido su andar, aún cuando inicia el tránsito precisamente frente a esa calle tan peligrosa que da a su ventana, mientras él articula frases para contar su historia con la misma desaprensión de los pasos que le observa dar, uno tras otro, vaivén de brazos al descampado, oscilación del cuerpoa un lado y otro, como en recio desafío a la ley del equilibrio. Se diría un militante de la onda rap o hip-hop, si no fuera por la edad (él le calcula casi cincuenta) y porque no viste el atuendo indicado.
No, aquel es un hombre de otro ámbito. De chaqueta gris cruzada por dos botones al frente, jean azul y zapatos de suela de goma pulidísimos, parece más bien un profesor universitario. Se diría que de sociología, o de comunicación social. Pero a él no le sirve este dato, o más bien, a la historia no le sirve este dato. Así que John es un hombre imprecisable, a medio camino entre un tahúr de élite y un jíbaro de media monta, que avanza hacia un objetivo incierto.
No, tampoco le sirve que sea incierto el destino del hombre que ahora se ha detenido, justo a la mitad del camino, en actitud dubitativa. Él detiene también la marcha de sus dedos sobre el teclado, se incorpora de la silla y se aproxima a la ventana, como queriendo precisar mejor la actitud del hombre. Parece extraviado. Rebusca en
uno de sus bolsillos —el del lado izquierdo del pantalón, para más señas— y extrae un pedazo de papel que desdobla con el mismo descuido de su andar. El hombre —robusto, no cabe duda. Pesará unos noventa kilos, calcula—, observa el papelillo y de inmediato
dirige la mirada hacia los postes de luz y las esquinas superiores de las paredes adyacentes. Busca una dirección. Él vuelve a la máquina, a la pantalla blanca, al papel simulado y escribe que John —su John— avanza, con la fortaleza propia de los dueños del ritmo y la galanura, hacia la casa de una chica que ha conquistado en la fiesta
del barrio, la media noche anterior. Mientras John —el John de la calle, el hombre robusto en su chaqueta gris—, parece haber encontrado lo que busca, según indica su sonrisa y la turbulencia mayor de sus verdes pupilas.
Avanza, entonces, una vez guardado el papelillo en el mismo lugar de su extracción. Da dos, tres, cuatro pasos, de nuevo en recio desafío a la ley del equilibrio, que se le cruza enfrente, apareciendo de otra esquina, guindada en los hombros desnudos de dos
muchachos robustos, militantes de la joda y el traqueteo con hierro ardiente.
John —también robusto— les da la cara, no se retira, no aparta su humanidad del camino. Avanza, simplemente. Desprevenido, igual, o atento más bien a lo descubierto, a la dirección, o al dato que lo llevará a su destino de mal equilibrista, sin duda.
Luego el traqueteo, ¡pum! ¡pum! ¡pum!, y el desprevenido robusto cae, en franca pérdida del equilibrio. Él lo observa, a cincuenta metros de distancia, a no sabe cuántos del papel simulado en la pantalla, donde John —¡qué importa!— sigue su destino cierto a los brazos de la enamorada, aún con su billetera, sus zapatos pulidísimos, su chaqueta gris, el mismo verde turbio de los ojos y su nombre nada criollo, pero imponente, como la robusta estupidez de su indolencia. Él luego levantará el teléfono e informará a la policía. Nada más puede hacer ya por esta historia.

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